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POR IGNACIO PANTOJA
Fuente: Autismo en Vivo | 17/02/2025
Fotografía: Pixabay.com
Tras una larga noche, llegué muy bebido a casa y, pocos segundos después de quitarme los zapatos, caí en la cama en un sueño muy profundo.
Sentí que mi cuerpo y mi alma se iban haciendo líquidas y podía fluir entre las paredes de mi cuarto e incluso acercarme al cielo estrellado de la noche.
No se veía la luna, con lo cual las estrellas tenían todo el protagonismo, y fijarme en ellas me absorbía por completo. Un recorrido de luz se filtraba a mi vista hasta el punto de comenzar a marearme. Después, todo se volvió borroso y, cuando pude abrir los ojos, me encontraba caminando por una extraña senda en mitad de un desierto de nieve.
Mirando hacia los lados, solo había nieve y más nieve. Un viento gélido me rodeaba, pero no era capaz de sentir ni el frío ni el cansancio. Parecía que me iba moviendo hacia algo, como si flotase suspendido en la niebla.
A las pocas horas de caminar, encontré un enorme muro con una puerta pesada que me impedía el acceso al otro lado. Una estatua de una enorme y feroz rapaz miraba desde arriba y, aunque sus ojos parecían de piedra o de un metal extraño, estaban fijos en mí con malas intenciones.
Entonces, un fuerte ruido reventó toda la escena. Una de las pesadas patas de piedra del águila se había arrancado del muro. Mi cuerpo sintió una terrible descarga eléctrica de puro pavor. En pocos segundos, aquella enorme estatua del águila se había desprendido del muro y había bajado a mi lado en la nieve. Ahora su afilado pico, como si fuese un puñal de piedra, estaba a pocos centímetros de mi cara.
Mi rostro mostraba un horror infinito y mis facciones estaban totalmente desorbitadas. Aquella estatua abrió la boca y graznó de manera desagradable y aguda, haciendo que mis oídos reventaran. En ese momento, retrocedió su cabeza y comprendí que me iba a destrozar.
“¿Qué has hecho?” – me dijo una voz en mi cerebro y entendí que era la propia estatua. La pregunta fue dura, como si sentenciase mi veredicto.
Allí mismo, todo se volvió turbio y nublado. Cuando pude ver con claridad de nuevo, descubrí que unos brillantes rayos de sol se colaban a través de las persianas en el interior de mi oscura habitación.
Permanecí un tiempo tumbado, pensando y analizando lo que acababa de soñar. Era algo tan espantoso que parecía haberme ocurrido de verdad. Sin embargo, estaba ahí, tumbado, sano y salvo. Todo había sido una pesadilla, aunque muy extraña. Parecía que algo había de real en ella. “Creo que he hecho algo mal”, pensé. Aquella noche había bebido demasiado alcohol y era posible que no recordase algo. Quizá había algo siniestro dentro de mi mente que ahora no podía recordar. Podría haber hecho algo malo a alguien, pero todo se veía borroso.
A los pocos minutos, me estaba dando cuenta de algo. Algo horrible había sucedido esta noche y notaba que dentro de poco vendrían a buscarme. Sería mi final. Porque cuando vi los arañazos que había en mi ropa y las heridas de mi cuerpo comprendí que lo que había hecho era totalmente imperdonable y sería muy duramente juzgado y además de mi propia vida había arruinado la de otra persona.
Ignacio F. Pantoja
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