POR GABRIEL MARIA PÉREZ
Fuente: Univers Àgatha | 18/12/2022
Fotograrfía: Pixabay
En casa cada año por estas fechas aparece una especie de maqueta ambientada en hace unos dos mil años y pico, en la que hay unos arbolitos, una fuente pequeña, varios pastorcillos con sus ovejitas y otros animales, un trío de personajes con coronas y turbantes y un portal con una pareja de personas y su hijo en medio, rodeados por un buey y una mula.
Encima, como por arte de magia, un tipo con dos alas sobrevolando, pareciera alguien con poderes extraordinarios.
Y aún más encima, enganchado a un fondo con un paisaje entre desértico y oriental, un cometa de grandes dimensiones rebozado de purpurina, de esa que se va desprendiendo cuando la tocas con los dedos, se pega y no hay manera de quitarse.
¡Ah! Lo más importante: todo envuelto por múltiples luces de colores que se encienden intermitentemente cuando alguien pulsa el interruptor donde están enchufadas.
Hasta ahí todo muy bonito.
Una vez acabada de montar, siempre queda un punto de satisfacción para quien lo ha hecho, vamos, cara de nene embobado a quien le sobresale como una nube de su cabeza (o sea el bocadillo de los tebeos), con un silencioso ¡Qué bonito me ha quedado!
Y unos minutos con todas las luces del salón apagadas, menos las de esa maqueta, que es muy lindo ver cómo se encienden y apagan las pequeñas lucecitas, con el resto de la sala a oscuras. Entonces esa persona llama a su hija Àgatha con autismo severo que va revoloteando de cerca con una mirada entre curiosa y a la vez dispersa, la coge de la mano y la acerca a la maqueta.
Mira de reojo y echa pequeñas risas traviesas, como si le vinieran recuerdos de años anteriores y le estimularan otros momentos pasados.
Quizás esos recuerdos puedan ser las de sus tíos, sus abuelos, la seva àvia y el seu avi (que ya hace casi quince años que marchó), las comidas en familia con demasiada gente, ambiente algo cargado y sonrisas y comida por doquier. Villancicos (hay cada uno más que insoportable), recitados de poemas navideños y alguna pequeña performance de los más pequeños para recaudar algo de aguinaldo, aunque a más de uno de los pequeños se le vean las pocas ganas o sobre todo, la vergüenza en su mirada.
Aplausos, vítores y más canciones.
Al día siguiente del montaje, ¡Oh, sorpresa!, la mitad de los personajes de esa maqueta llamada Pesebre han muerto o se han desplomado en circunstancias inexplicables. Alguno aparece en el suelo del salón, el de las alas ha entrado por arte de magia dentro de la casita donde está el niño con sus papás al que todos veneran. El cometa ha desaparecido y los árboles caídos.
Disgustado, quien la ha montado (o sea, yo), se va hacia Àgatha y la riñe cariñosamente, Mala, ¿Qué has hecho? ¿No te gusta? Cada año me lo desmontas varias veces, eso no está bien.
Y le da dos dulces besos a cada mejilla.
Ella sonríe como si no pasase nada y a continuación se va por el pasillo repicando sus cucharas de plástico.
Él recoge las figuras que han caído al suelo y pone de nuevo en pie las que han quedado tumbadas, pero sin querer le da algún toquecito a otra que provoca que vayan cayendo más, como si de fichas de dominó se trataran.
Por la tarde del día siguiente, otra vez, un desbarajuste de figuras tumbadas, vuelta a reñir amorosamente a Àgatha, vuelta a colocarlo todo de nuevo, con un relativo disgusto, “Tendré que poner las sillas delante para que no vuelva a tumbarlas”.
Y de nuevo, a la mañana siguiente todo removido, un ¡Argh! de agobio y un “Cuando vuelva del trabajo ya lo arreglaré”.
Esa tarde, al regreso del trabajo todo está en orden en el paisaje del Pesebre, sin novedad, seguramente su mujer lo habrá recompuesto. Decide ir a jugar con su hija tras tomarse una infusión y se la encuentra en el recibidor, a oscuras, repiqueteando sus cucharillas de juguete.
Echa pequeñas y tiernas carcajadas, es un dulce en la vida y un momentazo tras un día cansado de mucho trabajo en la oficina.
De pronto oye unas patas corriendo veloces y el ruido de un objeto golpeando contra los zócalos y deslizándose por el pasillo.
Deja a Àgatha y se va donde está su gata Ivy, en mitad del pasillo semioscuro y observa que está jugando con una de las figuras del Pesebre que recoge con cara de sorpresa, para ir hacia la maqueta donde ve que de nuevo está todo removido.
¡¡Ha sido la gata!! ¡¡Ha sido Ivy!!
Y sale tras ella gritándole ¡¡¡Malaaaaa!!!, y la persigue hasta que se esconde bajo un mueble, inaccesible para sus intentos de cogerla y reñirla agarrada con sus manos.
Vuelta a colocar todas las piezas del pesebre en orden.
De nuevo estamos al día siguiente, por la tarde, cansado al regreso del trabajo observa que el Pesebre está en orden, es casi milagroso, y decide ir a hacerse la infusión de cada día a esa hora.
Entonces oye unas risas, un ruido de caida de pequeños objetos y sale corriendo desde la cocina hasta el comedor, allá se encuentra la gata encima del Pesebre y a Àgatha riéndose a carcajadas, golpeando con sus cucharillas de plástico a los tres reyes de oriente tumbados sobre el tapiz.
Grita, ¡¡¡MAAALAAASSS!!!
La gata sale disparada y Àgatha se queda sonriente, saltando y sin dejar de golpear a los pobres magos.
Cariacontecido él se va hacia el sofá, se deja caer sentado y se queda unos minutos negando con la cabeza refunfuñando en voz baja.
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