POR LOLA RAMOS
Fuente: Autismo en Vivo | 15/10/2021
Fotografía: Lola Ramos
Hay muchas maneras de decir “te quiero” y no todo el mundo tiene la misma facilidad para expresar sus sentimientos.
En el caso de mi padre, en muchas ocasiones, sobre todo cuando se sentía abrumado por algo, estas manifestaciones de cariño llegaban a través de metáforas que en ese momento no entendía, pero que ahora valoro muchísimo.
El labrador afgano
Hubo un momento en que mi padre se sentía muy solo. Yo estaba viviendo en el extranjero y nuestras conversaciones no eran suficientes para él. Necesitaba compañía. Había tenido malas experiencias con mujeres y no quería iniciar ninguna relación romántica, así que decidió adoptar a un perro.
Este tema se volvió su interés restringido así que, durante meses, las conversaciones giraban alrededor de qué raza de perro debía traer. En una ocasión, me dijo lo siguiente: “¡Ya sé qué perro me voy a adoptar! Adoptaré un lebrel afgano rubio. ¿Y sabes por qué? Porque cuando tú eras pequeña nos poníamos delante de la tele y yo te peinaba la melena rubia durante mucho rato. A este perro, podré peinarle el pelo cómo te lo peinaba a ti y será muy parecido.”
En ese momento pensé que no podía ser que me estuviera comparando con un perro. Esto pasó antes del diagnóstico y no sabía por dónde cogerlo. Me indigné y, después, cómo solía hacer con los temas que me afectaban, lo satiricé y lo convertí en una broma.
No fue hasta hace unos años y hablando con personas autistas y con profesionales relacionados con el autismo que me di cuenta de la belleza de este comentario, de la añoranza que mi padre sentía y del valor que daba a esos momentos conmigo. A él le daba igual el labrador afgano. Él quería recuperar una situación que ya no volvería jamás, en la que fue feliz y a donde quería regresar. Quería generar un contexto para que el anclaje fuera lo más realista posible. Porque me quería y me echaba de menos.
Al final, siguió informándose durante algún tiempo más y optó por adoptar otra raza de perro, pero la frase quedó allí para que yo la descifrara cuando estuviera preparada.
La maleta del traslado
Pocos meses después de adoptar a la perrita, mi padre decidió trasladarse al país dónde yo estaba. Aún no había ni sospecha ni diagnóstico de autismo y yo no llevaba muy bien algunas cosas de nuestra relación. La distancia, por otra parte, no había ayudado a limar asperezas.
Me indignaba por ejemplo que, al llamarme, sólo hablara él. Estábamos hablando una hora cada dos días, y nunca me preguntaba cómo estaba. Ahora sé que lo que él hacía durante esas 48 horas era recopilar información para compartirla conmigo y hablarme de sus intereses porque tenía esta inquietud y porque era la única vía de contacto conmigo. Pero por aquel entonces, creía que era muy egoísta y que no le interesaba lo que a mí me pasaba.
Además, al hablar con él yo debía dejar de hacer todo lo que estuviera haciendo porque los ruidos le molestaban (dificultades con la gestión de estímulos sensoriales), no podía concentrarse, perdía el hilo del discurso, se enfadaba y entraba en bucle. Esto me producía angustia y me agobiaba, porque era más joven, porque habían pasado muchas cosas entre nosotros y porque en ese momento tenía la sensación de que siempre tenía que renunciar yo a momentos de la vida para que él estuviera bien y, en cambio, recibía poco por su parte.
Así que cuando me dijo que vendría a vivir al país en el que estaba (no lo preguntó, lo dio por hecho) busqué una ciudad lo bastante lejos como para poder seguir disfrutando de este espacio mío que tanto me había dolido y tanto me había costado encontrar.
También me dijo que mandaría toda su ropa por correo. Le dije que perfecto, que se trajera también una maleta con algo de ropa y cosas importantes porque las cajas tardarían en llegar.
Llegó con la maleta. Dentro de la maleta había algo de ropa interior, un neceser, dos camisetas, un pantalón de estar por casa, dos regalos para mí y un saco de 10kg de comida para perro. La comida que su perrita estaba acostumbrada a comer. Aluciné.
Pero con el tiempo también entendí que por “cosas importantes” él había priorizado lo que en aquel momento era lo más sagrado para él (su perrita), algo para mí (los regalitos) y para él cuatro cosas justas porque el hecho de que las cajas “tardarían en llegar” era muy vago.
Mi padre estuvo viviendo en el país dos meses. Nos vimos poco. Se angustió mucho. Las cajas tardaron un mes y medio en llegar y, cuando llegaron, él quiso irse. Me culpó de lo mal que le había ido la experiencia, del hecho de no tener ropa, de que la lavadora no funcionaba bien, de que no estaba a gusto, de que no era feliz. Y yo me enfadé y dije que eso no era mi responsabilidad, que no podía hacerme cargo de él que, en todo caso, tenía que ser al revés ya que yo era su hija.
Una mañana le acompañé al aeropuerto. No supe nada de él hasta un año y medio después, cuando me escribió diciendo que le habían diagnosticado “Síndrome de Asperger”. Y ahí poco a poco, todo fue adquiriendo más sentido.
Reflexión
De haber sabido algo sobre autismo antes, primero, no hubieran pasado todas las cosas que pasaron para que mi padre y yo nos distanciáramos tanto antes de saber el diagnóstico; le hubiera querido tener más cerca y compartir más momentos con él porque habría sabido que en el mundo existe la neurodiversidad, que lo que pasaba no era ni culpa mía ni culpa suya y que, acompañándonos, podríamos ayudarnos mutuamente a entender nuestros impulsos, nuestras emociones, nuestras responsabilidades y limitaciones (él como padre, yo como hija) y el mundo que nos rodeaba y, evidentemente, hubiera sido más precisa al hacerle las recomendaciones.
Es de vital importancia hablar sobre diversidad y educar a todo el mundo para que, de alguna manera, se nos pueda ocurrir que los comportamientos de los demás, muchas veces, no son por egoísmo, culpa o maldad. Normalizar la diversidad: eso nos ayudaría, quizás, a vivir de manera más serena.
Comentarios